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LOS PUERTOS GRISES

Narrativa contemporánea

Carlos Marianidis

Carlos Marianidis

Carlos Marianidis nació en Buenos Aires. Cursó estudios de violín, teatro y psicología. Autor de poesía, cuento, teatro y novela, ganó —entre otros— tres veces el premio "Ariel Bufano" de la Universidad de Morón, el de Creación Artística de la Universidad de Belgrano, el "Pablo Neruda" de la Embajada de Chile y el "Casa de las Américas" por la novela Nada detiene a las golondrinas.

Pedir un deseo.

En el barrio donde vivo yo pasa algo muy raro.
La que empezó todo (sin darse cuenta) fue Liset. El día del cumpleaños la encontramos en el pelotero. Apenas la vimos, nos colgamos de las redes para asustarla y la perseguimos toda la tarde por unos túneles que tenían muchas curvas con agujeros para salir y caer en tobogán arriba de un millón de pelotitas de colores.
Cuando ya no podíamos más del cansancio, un payaso nos llamó a sentarnos a la mesa larga, la de las botellas y los vasos blancos. Arriba de nosotros, muy, muy arriba, el techo estaba repleto de globos. Liset no dejaba de mirarlos. Después se apagaron las luces y nos asustamos un poco, pero los grandes empezaron a cantar una canción que sabían y el miedo pasó. Enseguida, la cara de mi amiga se iluminó, porque el padre prendió un encendedor y lo acercó a una vela con forma de oso. Y a otra. Y a otra. En total, seis. Recién entonces me di cuenta de que debajo de los osos había una torta enorme de chocolate, alta como una montaña. La sombra de la torta se movía de aquí para allá. Mamá me dijo que para pedir un deseo había que tener los ojos cerrados.
—¿Qué es un deseo? —le pregunté. —
Es algo que te gustaría que te pasara, que se cumpliera, que se hiciera realidad.
Liset infló los cachetes y le quedó la boca de conejito. Sopló las seis velas juntas y cuando todo estuvo oscuro otra vez, el salón se llenó de luz, como si la señora que estaba sacando fotos hubiera usado un flash gigante. De pronto, hubo un trueno y afuera empezó a llover.
Para colmo, del techo salió una música fea, una canción horrible. Algunos nos miramos, pero los grandes la cantaron toda, moviendo las manos y haciendo caras. Dijeron que no, que cómo iba a ser fea si ésa era la música de cuando ellos eran chicos. Igual nos escapamos y jugamos una guerra con los pedazos de torta que encontrábamos en los platos cuando volvíamos del pelotero para tomar algo, pedir pis o limpiarnos la sangre que nos salía de la nariz cada vez que nos acertaban un golpe. Al final, nos divertimos hasta cuando salimos a la vereda, porque seguía lloviendo y nos empujábamos fuera de los paraguas para ver quién se mojaba más.
Esa semana, en la escuela, a Liset y a mí nos empezaron a hacer bromas, porque nos sentábamos juntos y en los recreos compartíamos las galletitas que le daban en la casa y el alfajor mío. En la hora de trabajo manual, a ella le gustaba probar sus sellos de papa en mi guardapolvo y a mí, pegarle flores de plastilina en el pelo. Nuestro color preferido era el violeta.
Cuando llegó mi cumpleaños, pedí un deseo que nunca va a saber nadie. De cualquier manera, no se cumplió, porque los padres de Liset se mudaron a otro país.
Lo que sí se cumplió fue el deseo de ella.
El último día que la vi le pregunté qué pensó antes de apagar las velas. Me dijo que había pedido que bajaran todos los globos que estaban allá arriba, muy alto; que se los quería llevar a la casa. Lo debe haber deseado con mucha fuerza, porque todavía hoy siguen apareciendo. En la calle donde jugábamos. En el cordón de la vereda. En la fuente de la plaza. Y en todos los charcos. Mamá dice que son burbujas. Pero yo sé que son los globitos de Liset, que se caen de a miles cada vez que llueve y me acuerdo de ella.

*o*o*o*o*

Grillo Gómez

Hacía tiempo que Grillo Gómez estaba solo, en medio de su pequeña zanja tocando y tocando —¡crí-crí… crí-crí!— sus canciones, sentado en el mismo junco de siempre.
Vivía muy triste porque era maestro de música y en ese lugar no había a quién enseñarle y, por tanto, se aburría todos los días.
De noche miraba el cielo, buscaba una estrella y jugaba a que ella le cantaba —¡chis-chis… chis-chis!— cada vez que titilaba; entonces él la acompañaba —¡crí-crí… crí-crí!—. Y así, hasta quedarse dormido.
Una madrugada, mientras todo era silencio, una lluvia suave, suave, comenzó a caer. Y cayó tanta, tanta agua durante horas, que la zanja creció como un río. Grillo Gómez se despertó por el frío y descubrió que estaba completamente mojado.
Asustado, se abrazó a su junco, que se agitaba sin cesar. De pronto, sobre el agua, vio encenderse y apagarse un faro amarillo… Trepó hasta la hoja más alta y miró con atención.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Nadando a toda velocidad, dos renacuajos empujaban —uno de cada lado— una hoja seca sobre la cual iba sentada una luciérnaga que cada vez que movía las alas parecía un relámpago.
—¡No se asuste, maestro! —dijo una voz ronca—. Somos los hermanos Rena; más rápidos que un delfín, más fuertes que una ballena.
—¿Y qué llevan ahí? ¿Una lámpara?
—¡Nooooo…! —contestó el otro renacuajo, atando ya el cabo de la hoja al junco—. Es nuestra amiga Lucía; nos conocimos en el viaje; a ella la trajo el viento y a nosotros, el oleaje.
Lucía batió las alas y de su vientre diminuto salió una luz brillante que significaba "Buenas noches".
—Nosotros, atentamente, lo escuchamos día a día desde la zanja de enfrente —agregó el renacuajo.
—¡Gracias! —exclamó Gómez entusiasmado—. ¿Por qué no se quedan hasta que aclare? ¡Es muy peligroso que sigan adelante!
Contentos con la invitación, los visitantes se quedaron.
A la mañana siguiente, el sol asomó su cabezota colorada sobre el horizonte y el agua empezó a bajar. La corriente había dejado sobre la orilla un montón de palillos, una botella gigante de plástico, media nuez vacía y un periódico desteñido.
Los primeros en abrir los ojos fueron los hermanos Rena, que golpearon apenas la hoja para que Lucía se despertara.
Luego, Grillo Gómez bajó de su refugio, a darles los buenos días.
—¡Hola, amigos! ¿Durmieron bien?
—¡Sí, maestro! —contestó, desperezándose, un renacuajo—. Su almohada de junco es muy cómoda.
—Y su zanja es más tranquila que una linterna sin pila —bostezó el otro.
También Lucía dijo algo con su luz, pero como ya era de día, ninguno la pudo ver.
—Bueno, Gómez… Todo está muy lindo, el peligro pasó, pero tenemos que irnos —agradecieron amablemente los renacuajos.
Grillo Gómez, con la mirada triste (porque nuevamente se quedaría solo), les ayudó a desatar la hoja de su junco y antes que partieran les tocó sus más hermosas melodías.
Al terminar, los hermanos Rena palmearon a rabiar el agua con sus colas, manitas y patitas y Lucía abrió las alas como diez veces.
De repente, uno de los renacuajos se llevó la mano al mentón y se quedó pensando un rato.
Después le dijo algo al oído a su hermano y éste a Lucía.
—¿Estarían todos de acuerdo? —preguntó, en tanto que Grillo Gómez, intrigado, enfundaba su instrumento.
—Maestro: ¿qué tiene que hacer aquí?
Gómez, sin levantar la vista, habló melancólicamente.
—Éste es mi lugar… es aquí donde tengo que estar…
—¡Pero si aquí nadie le escucha! —replicó el renacuajo, confundido —. ¿No le gustaría tocar en otras zanjas, conocer otro sendero, que lo aplauda mucha gente y, además, ganar dinero…?
—Y… sí, pero no me puedo ir de aquí… Aparte, no sé si a los demás les gustará lo que toco… si no me dará vergüenza… si…
Entonces, antes de que Grillo Gómez siguiera lamentándose, los hermanos se sumergieron y al rato aparecieron con una nuez partida al medio que habían visto cerca de allí.
—Maestro —se acercó a hablarle casi al oído un renacuajo—, use la imaginación. Lo más bello que hay es poder darles a los demás lo que uno sabe hacer. Estoy seguro de que con la idea que tengo, usted va a ser más feliz que ahora y podrá vivir haciendo su música a toda hora…
¿Y saben cómo termina esta historia?
Todas las noches, los hermanos Rena pasean —uno de cada lado— su cascarón de nuez, como si fuera una góndola. Y dentro de ella, iluminado por el farolillo de Lucía, Grillo Gómez da conciertos y serenatas a los enamorados que quieren salir a navegar.
Y algunas veces, cuando hay luna llena —si uno se fija bien, pero bien—, se puede ver a las parejas de hormigas o de escarabajos, haciendo fila para comprar sus boletos y dar una vuelta en góndola, al romántico compás del ¡crí-crí… crí-crí! de Grillo Gómez.
Y, como dirían los hermanos Rena:
Si quieres cumplir tu sueño,
toca y toca tu canción:
sólo hay que poner empeño
¡y seguir al corazón!

*o*o*o*o*

Macedonio

En la ciudad de Buenos Aires, en una de las cuatro esquinas que forman las calles Viamonte y Libertad, hay un árbol enorme. Un gomero. Su copa es tan frondosa que en el invierno les da abrigo a cientos de gorriones, y en verano, hombres, mujeres, chicos, perros y gatos se sientan en círculo a descansar bajo su sombra.
Como no podía ser de otra manera, para soportar el peso de tantas ramas y hojas, el gomero posee un tronco muy grueso y una poderosa raíz, dividida en miles de "sogas" marrones y verdes que se atan a la tierra una y otra vez, para que el árbol no se tambalee ni con los vientos más fuertes. El tamaño de la raíz entera es tan grande como el de la copa, pero nadie lo nota, porque está (¡qué novedad!) toda debajo del suelo. Apenas una parte sobresale allí, donde se une con el tronco y forma una maraña de nudos y huecos oscuros como pequeñas cavernas. En uno de esos huecos vivía Macedonio.
Macedonio era un mantis, es decir, uno de esos bichitos verdes, largos, flacos, feísimos, de andar lento y misterioso, que al menor ruido parecen juntar sus manos como para rezar.
Pero éste no era un mantis cualquiera. No, señor. Macedonio era músico.
Es cierto: él no sabía nada de pentagramas, ni de fusas ni de corcheas; sin embargo, algo en su alma se transformaba cada vez que escuchaba una melodía que le agradaba. Lo había descubierto aquella mañana en que dos jóvenes se sentaron cerca de su cueva y desenfundaron unos instrumentos que él jamás había visto; algo así como guitarras muy grandes que colocaban entre las piernas y en vez de tocar con una mano, lo hacían pasando sobre las cuerdas un palito de madera.
Gracias a la muchacha —que era la que más hablaba—, Macedonio se enteró de que los que sonaban tan deliciosamente eran violonchelos, que los músicos estaban practicando para un concierto y que la melodía que ensayaban era de un señor llamado Bach.
Hasta ese momento, Macedonio sólo había oído la radio, algún casete, alguna persona que pasaba silbando o tarareando, e ignoraba que una música así pudiera existir; esa vibración que abrazaba todo su cuerpo era algo nuevo que no podía entender. Y lo más maravilloso fue que, por primera vez en su vida, Macedonio supo lo que era llorar: sin saber qué estaba sucediendo. Sintió que dos lágrimas iban empujando hacia afuera desde sus ojos, hasta salir, caer y hacer ¡plop! sobre el polvillo que cubría la entrada a su gruta. ¡Ah, eso era la música! ¡Cómo deseaba aprender a tocar así!
Asombrado, sorprendido, intrigado, Macedonio se acercó a los músicos y se acomodó detrás de un trébol. Desde allí, con sus manos en posición de oración, disfrutó de media hora de la más delicada armonía que hubiera podido imaginar hasta que, finalmente, los jóvenes se pusieron de pie, guardaron con mucho cuidado sus relucientes instrumentos, cruzaron la calle tomados de la mano y entraron en un gigantesco y antiguo edificio.
Esa noche, Macedonio apenas pudo descansar, pensando en todo lo que había ocurrido. Y soñó —entre despierto y dormido— que él daba un concierto de violonchelo ante un numeroso público que lo escuchaba en respetuoso y emocionado silencio.
Al día siguiente, apenas vio que el cielo comenzaba a ponerse anaranjado con el amanecer, trepó unos metros por el tronco del ombú, para ver mejor si aparecía nuevamente la pareja.
—¡Buen día, Mace! ¿Qué estás haciendo por estas alturas? —lo saludó Anita, la langosta, mientras aserraba con la pata un trozo de hoja para el desayuno.
—¿Eh…? ¡Ah, hola, Anita! Me asustaste. Estoy buscando a dos personas que estuvieron aquí ayer, haciendo música.
—¿Los de los guitarrones?
—¡Sí, sí, esos mismos!
—No los conozco. Es la primera vez que los veo.
—Yo no. Yo los veo todos los días —gritó (desde más arriba) Nuria, la araña.
—¿De verdad? —levantó la vista Macedonio, esperanzado.
—Por supuesto. Tocan en el teatro que está aquí enfrente, el Colón. Pero falta mucho para que vengan.
—¿Y cómo sabés a qué hora van a llegar?
—Es fácil. Cuando el resplandor del sol dé en el octavo hilo de mi telaraña, será el momento. Nunca fallan.
Anita invitó a su mesa a los vecinos y, luego de comer algo, los tres se dedicaron un largo rato a mirar el reloj de sol de Nuria.
Por fin, el instante llegó y —tal como la dueña del reloj lo anunciara— los concertistas aparecieron. La araña, la langosta y el mantis, sentados en la misma rama, escucharon la hermosa melodía del día anterior, la cual ya comenzaba a grabarse en los oídos de Macedonio, que tenía excelente memoria.
De ese modo, diariamente, Nuria y Anita —desde las alturas del ombú— fueron testigos de cuánto amaba la música su amigo y, a la vez, cuánto sufría por no poder hacer música él también.
Pasó el tiempo. Y una noche fría, muy tarde, Anita voló frente a la casa de Macedonio y vio a éste dar vueltas y sollozar alrededor de una cáscara de maní con forma de número ocho, para luego alzarla con muchísima dificultad y colocarla entre sus patas, como hacían los músicos con sus violonchelos.
—¡Eh, Mace! ¿Qué estás haciendo?
El mantis, descubierto, soltó enseguida su "instrumento", que cayó y quedó dando vueltas en el suelo, como un trompo.
—No… nada… ¿Qué necesitás?
—¿No tenés alguna maderita que te sobre? Se me está apagando el brasero y no tengo leña seca.
Macedonio miró de reojo la cáscara y contestó amargamente. —Llevate eso… A mí no me sirve.
Anita cargó el maní sobre su espalda y se fue lentamente, preocupada por su vecino.
—¡Gracias, Mace! ¡Sos muy bueno!
A los pocos minutos, en otra parte del árbol, Nuria sintió una vibración sobre su tela: alguien estaba caminando sobre ella.
—¿Quién es?
—¡Soy yo! —dijo Anita en voz baja, para no despertar al vecindario.
—¿Qué ocurre?
—Vine a verte, porque se me ocurrió que le podríamos dar una sorpresa a Mace, para que vuelva a estar alegre como antes.
—¡Uy, pero yo no tengo qué regalarle! —se lamentó la araña. —¡Estás equivocada! Solamente vos me podés ayudar. Acompañame a casa.
Y allí se fueron. Anita entró primero y enseguida salió empujando la media cáscara de maní.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—¿Qué me parece qué? —preguntó a su vez Nuria, sin entender.
—Ah, sí. Me olvidé de algo —se corrigió la langosta y volvió a meterse en su casa para salir esta vez con dos fósforos de madera—. Ahora sí está todo… ¿qué tal?
—¿Qué tal… qué?
—¿Cómo qué? ¡El violonchelo! ¡Le vamos a fabricar un violonchelo a Mace!
Aquí está la caja, el palo grande para sostenerla, el palo chico para tocar…
—¡Sí, qué fácil! ¿Y cómo lo encolamos? ¿Y la cerda para el arco? ¿Y de dónde sacamos las cuerd…?
Y antes de terminar de decir cuerdas, Nuria se dio cuenta de que su amiga había tenido una idea genial.
—¿Ahora entendés por qué sos la única que me puede ayudar? —preguntó Anita, con una sonrisa de antena a antena.
Y esa misma noche, aprovechando que había luna llena y se veía bien, Nuria pegó las partes del violonchelo de la manera como unía la tela en que vivía y, con igual cuidado, hizo cuatro cuerdas reforzadas y las colocó —bien tirantes— a lo largo del instrumento. Mientras, Anita afinaba el fósforo pequeño para armar el arco al que (ya con el sol sobre el horizonte) le soldaron entre las dos un manojo de hilos delgadísimos y plateados. Y antes de que el mantis despertara, ambas dejaron el regalo en la entrada de su cueva, con un ramillete de manzanillas y una tarjeta de alelí.
Después de varios días, los dos concertistas siguen sentándose bajo la sombra del ombú, pero ahora todos los animalitos del árbol bajan apurados a ocupar los huecos libres del tronco y las raíces, porque los violonchelos que ensayan son… ¡tres! . . .
Nota:
Si alguna vez vas al Teatro Colón, fijate en el programa. Al final de la formación de la orquesta estable, en letra chiquita, dice: Violonchelo invitado ……………… Macedonio Rostropovich
(que es su nuevo nombre artístico).
Aunque para todo el vecindario del ombú, él sigue siendo Mace, a secas.

*o*o*o*o*

Las sombras perdidas

Había una vez en Colombia, cerca del río Bogotá, un bosque escondido que tenía árboles de todas las especies.
En el bosque se alzaba una casita blanca, con un altillo. Y en el altillo, todos los días, Gato Crayón y Gata Pinturita se sentaban con sus caballetes, sus telas y pinceles, a pintar paisajes montañosos desde el balcón.
Una mañana se despertaron, se saludaron como siempre, se lavaron las manos, la cara, los dientes y mientras Gata Pinturita preparaba el desayuno, Gato Crayón abrió el ventanal del altillo y vio que estaba todo nublado y hacía frío. Entonces, ambos decidieron quedarse a trabajar adentro.
Él pintó un cuadro de la tetera y sus tacitas y ella, otro de un plato con manzanas y uvas.
Ya estaban lavando los pinceles, cuando escucharon que golpeaban a la puerta. Crayón bajó a abrir y no vio a nadie, así que cerró, pensando que había sido el viento.
—¡Eh, espere, no se vaya! —gritó alguien.
El pintor abrió otra vez, pero afuera no había ni un pajarito.
—¿Quién habló? —preguntó, intrigado.
— ¡Aquí… aquí abajo! ¡Somos nosotras! —contestaron varias voces. —
Crayón bajó los ojos y no pudo creer lo que veía: una multitud de sombras se movía en el suelo, murmurando y pataleando.
Enseguida llegó Pinturita, que al ver a Crayón hablando solo, se acercó a preguntarle si se sentía mal.
—¡No, señora! ¡Está hablando con nosotras! —le indicó una sombra que se movía de un lado a otro.
—¿Y quiénes son ustedes…? —gritó Pinturita, mientras se le paraban todos los pelos de la cabeza.
—Somos las sombras del bosque, señora. Disculpe si los asustamos, pero hace horas que estamos perdidas, porque hoy no salió el sol y no nos acordamos dónde vivimos.
Gato Crayón y Gata Pinturita recobraron la calma e invitaron a las sombras a pasar.
—Todos los días, cuando sale el sol, yo salgo de mi árbol y me estiro, me estiro —contó una sombra de naranjo— hasta que llego a su puerta.
—Sí, yo también —agregó una sombra de eucalipto—, y después voy volviendo de a poquito, hasta que me meto en mi tronco hasta el día siguiente.
—Y como la única casa que conocemos es la de ustedes, vinimos a pedirles ayuda —sollozó una sombra flacucha de sauce.
Crayón, preocupado, encorvó su espalda y se puso a caminar en círculos.
Pinturita, por su parte, se quedó pensativa un largo, largo rato.
Los minutos pasaron… pasaron…
—Bueno… No importa —susurró resignada una sombra de pino—. Ya nos vamos a arreglar de alguna manera. —Y comenzó a irse por debajo de la puerta, seguida por sus compañeras.
Ya estaba saliendo la última sombra, cuando algo maravilloso sucedió.
—¡Esperen! ¡Tengo una idea! —gritó Pinturita, tan contenta, que Crayón se asustó y saltó sobre la chimenea.
A continuación, en tanto que las sombras volvían, ella subió al altillo y bajó con un montón de cuadros. Las sombras la miraron sin entender nada, pero cuando observaron detenidamente las pinturas, todas se abrazaron y bailaron, locas de alegría: allí estaban los paisajes que los pintorcillos habían copiado en sus telas… el sol, las nubes, el río y cada árbol… ¡con su sombra!
—¡Ésa soy yo! —se reconoció una.
—¡Oh, miren hasta dónde llegué aquí! —dijo otra.
—¡Y mírenme a mí, qué bonita me hicieron! —se alegraron todas.
Entonces, Crayón, que había bajado ya de la chimenea, tomó de la mano a Pinturita, ésta tomó de la mano a la sombra de naranjo, que tomó a la del eucalipto, que tomó a la del pino… y así se armó un tren que recorrió el bosque, cantando y riendo.
Y cuando la última sombra fue dejada en su sitio, Gato Crayón y Gata Pinturita volvieron felices a su casa, a seguir pintando.
Desde ese día, cada vez que sale el sol, las sombras se estiran, se estiran, hasta llegar —a veces— al altillo, y se quedan quietas para que las retraten.
Y si ven que la pareja de pintores está descansando, la envuelven en un fresco abrazo, la besan y luego se van silenciosamente, cada una a su árbol, ya seguras de que nunca más se van a perder en el bosque.

Fuente: Revista Imaginaria ( www.imaginaria.com )

Silvia Schujer

Silvia Schujer

Silvia Schujer nació en Olivos, provincia de Buenos Aires, en 1956. Cursó el Profesorado de Literatura, Latín y Castellano, y completó estudios de piano y canto. Dirigió coros infantiles para diferentes sellos discográficos. Fue colaboradora en varios medios gráficos dirigidos a los chicos desarrollando proyectos de promoción de la lectura, coordinando talleres y redactando guías de actividades y formó parte del Consejo de Dirección de la revista especializada en literatura infantil y juvenil La Mancha.
Recibió el Premio Casa de las Américas en el rubro Literatura Infantil-Juvenil; figuró en la Lista de Honor de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina); obtuvo una Mención Premio Nacional de Literatura (rubro infantil-juvenil) y participó de la Lista de Honor de IBBY 1994.

Márilin nunca aprendió a nadar.

Es de noche. La hora en que el mar y la arena reorganizan su intimidad.
Sentada sobre una roca, Márilin mira la luna y escucha las olas cuando se rompen.
La playa está desocupada.
Vacía.
Algo se recorta en el paisaje.
Es alguien.
Márilin echa un vistazo y distingue a una persona que se desliza por la playa cargando una valija.
Se inquieta. Una brisa fresca le eriza la piel de los brazos. Cree que es mejor alejarse cuando recuerda que es su último día de vacaciones.
Márilin no se mueve y, aunque trata de mirar hacia otra parte, ve a la persona que apoya la valija sobre la arena. Que la deja. Que se para frente al mar. Que da pasos hacia la orilla. Que no se detiene cuando el agua le moja los muslos, los hombros, el cuello. Que ya no vuelve cuando ella se estira sobre la roca y le hace señas con las manos. Que no regresa cuando ya pasaron cuatro horas y sus ojos empecinados siguen buscando en el medio del mar.
A instantes de que amanezca, Márilin renuncia a la espera y decide volver al hotel.
Baja de las rocas. Se desplaza unos metros por la playa. Deambula sin aliento hasta alcanzar la valija.
La valija es una caja de cuero rectangular.
Chica. Marrón. Rígida. Antigua.
Está herméticamente cerrada y sin llave a la vista.
Sólo cuando intenta levantarla Márilin toma conciencia de su extraordinario peso.
La arrastra por la arena borrando tras sus pasos las huellas de sus propios pies.
Está exhausta.
Duda entre ir a la policía o volver al hotel por su equipaje.
Mira el reloj. Es tarde. Su tren está a punto de salir.
Cuando llega a la vereda pasa un taxi.
Lo para. El chofer detiene el coche, baja y antes de que Márilin se lo pida, carga la valija en el baúl.
El hombre abre la puerta. Márilin se desploma en el asiento trasero.
—Rápido —murmura. Y mientras busca su pasaje en la cartera el auto arranca con destino a la estación.
Las últimas imágenes del verano se deshacen contra la ventanilla una calle tras otra.
Con la ayuda de un changador, Márilin atraviesa el andén hasta encontrar el vagón que le corresponde.
Pide permiso al otro ocupante de su asiento y se acomoda.
Recién cuando llega a su departamento cae en la cuenta de lo que ha perdido.
Extraña su ropa, su crema, su cepillo de dientes.
Se adormece poseída por la confusión.
Cuando se recupera, evoca la valija abandonada.
La dejó en el living apenas entró.
Busca cerrajeros en la guía y llama al que está más cerca.
En menos de una hora, un hombre toca el timbre de su casa.
Pasa.
Mira la maleta.
—¡Qué vejestorio! —suspira el hombre y se ríe como si su expresión fuera un hallazgo.
Estudia el candado.
Por fin saca una llave alargada y la hace girar en la pequeña cerradura.
—Listo —dice a Márilin. Y sin moverse de su lado (los dos están de rodillas frente al extraño equipaje) agrega en actitud de espera—. Puede abrirla.
Como Márilin no la toca, el hombre intenta animarla acercando sus propias manos. Y está a punto de destaparla cuando ella se lo impide con un gesto brusco.
El señor pide disculpas.
Márilin se apresura a pagarle. Lo acompaña a la puerta. Le agradece los servicios prestados y le indica el rumbo hacia el ascensor.
Sola en su departamento, Márilin se acerca a la valija y la abre de golpe. Se aleja como si de ella fuera a surgir algo incierto y, en efecto, sin darse cuenta de cómo ocurre, del interior brota una ola de agua salada que pega contra el techo, que rompe contra el piso, que vuelve a elevarse, que desparrama su volumen por todo el departamento, a más de un metro noventa centímetros de altura, haciendo que Márilin se revuelque desde una a otra pared, permitiéndole asomar la cabeza a la superficie cada vez con menos frecuencia porque ella nunca aprendió a nadar y siempre supo que se ahogaría allí donde no hiciera pie.
Movido por la curiosidad que le produce el alboroto, lejos de tomar el ascensor que lo conducirá a la salida, el cerrajero se ha quedado espiando a la dama por la mirilla que ella siempre olvida tapar, de manera que apenas suceden las cosas, el hombre se pone en acción.
Fuerza la cerradura con la primera herramienta que encuentra, abre la puerta del departamento de Márilin y como un experto salvavidas la saca a flote. Sujetándola con un brazo y dando brazadas con el otro, el cerrajero llega hasta el ventanal que da al balcón y lo descorre.
Por la ancha abertura que conduce al exterior, el agua pasa, se cuela entre los barrotes y se precipita al vacío como una catarata.
Arrastrada por el oleaje la valija cae milagrosamente cerrada sobre la vereda, para sorpresa de los transeúntes que corren a refugiarse del brevísimo chaparrón.
Aferrados al ventanal, Márilin y el cerrajero respiran aliviados.
Él, deseoso de huir cuanto antes.
Ella pensando en el piso, en que nunca lo plastificó.

Ana María Shua

Ana María Shua

Ana María Shua nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, el 22 de abril de 1951. Es Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires y trabajó como publicista, periodista y guionista de cine. A los 16 años publicó su primer libro de poemas, El sol y yo. Como escritora se dedicó fundamentalmente a la narrativa y es autora de varios libros de cuentos y novelas, algunas de ellas llevadas al cine (Soy paciente y Los amores de Laurita). También escribió guiones para obras teatrales y es la autora del guión de la película Dónde estás amor de mi vida, que no te puedo encontrar. Ana María Shua es una gran especialista en microrrelatos (o también llamados cuentos brevísimos), que son historias de apenas dos o tres líneas de extensión. Cuatro de sus libros pertenecen al género del cuento brevísimo: La sueñera, Casa de Geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas. Su vasta producción de libros para niños y jóvenes, la convirtió en un importante referente dentro de este género en la Argentina. Varias de sus obras fueron traducidas a otros idiomas y recibieron premios nacionales e internacionales. En 2004 la Fundación Konex distinguió su trayectoria profesional con el Diploma al Mérito en la categoría “Cuento”, galardón que se otorgó a los escritores más destacados en los últimos diez años.

Botánica del caos

Alí Babá

Qué absurda, qué incomprensible me parecía de chica la confusión del hermano de Alí Babá: casi un error técnico, una manifiesta falta de verosimilitud. Encerrado en la cueva de los cuarenta ladrones, ¿cómo era posible que no lograra recordar la fórmula mágica, el simple ábrete-sésamo que le hubiera servido para abrir la puerta, para salvar su vida? Y aquí estoy, tantos años después, en peligro yo misma, tipeando desesperadamente en el tablero de mi computadora, sin recordar la exacta combinación de letras que podría darme acceso a la salvación: ábrete cardamomo, ábrete cente¬no, ábrete maldita semilla de ajonjolí.

* * *

El coleccionista ambicioso

Un hombre ambicioso se propone coleccionarlo todo. Reúne en su casa, convertida en sala de exposiciones, una colección de semillas, otra de objetos encontrados en la calle, otra de agua de la canilla (brotada de diversas canillas, a diversas horas del día). Colecciona pulóveres, pensamientos célebres y banales, boletos de colectivo, hojas de diarios elegidas rigurosamente al azar. Colecciona aguje¬ros, panes, envases de desodorantes vacíos. Cada año se ve obligado a mudarse a una casa más grande y luego cada seis meses. Finalmente comprende que sólo renunciando a toda clasifica¬ción podrá obtener la colección más completa, la colección de colecciones. La exhibe en el mundo entero.

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Aptitud y vocación

Sufrimos también aquellos que por falta de vocación contrariamos una aptitud natural. Los dedos de mis pies, por ejemplo, tienen el mal hábito del geotropismo, y persisten en crecer hacia abajo, adelgazados sus extremos, hundiéndose en la tierra al menor descuido. El peligro de echar raíces me obliga a permanecer siempre en movimiento, a preferir las caminatas o las carreras sobre el asfalto, a evitar por sobre todas las cosas pisar la tierra húmeda, a dormir boca arriba no más de un par de horas seguidas, aún a riesgo de que tanto ajetreo me haga caer las hojas antes de tiempo y malogre mis frutos, ya de por sí escasos y esmirriados.

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El iluso y los incrédulos

Hace calor. En el bar un grupo de hombres miran sin mirar los polvorientos rayos de luz que se filtran a través de la persiana. —Puedo caminar por esos rayos —dice el iluso. Los hombres se ríen y hacen apuestas. El iluso trepa de un salto a uno de los rayos de luz, intenta dar un paso tamba¬lean¬te y cae. Los incrédulos cobran sus apuestas.

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La flor azteca I

Cuando era chica, mi madre conoció a la Flor Azteca, una cabeza de mujer cuyo cuello muy fino cimbreaba en un jarrón. Hacía muecas, guiñaba los ojos, contestaba pregun¬tas y no se consideraba un espectáculo para niños. Sin embargo mi madre no lloró hasta que le explicaron que sólo se trata¬ba de un juego de espejos. Decepcionada pero incré¬dula, alcanzó a esconderse detrás de unas maderas pintadas. A la madrugada, cuando todos los espectadores se habían ido, salió trabajosamente del jarrón una mujer desnu¬da, dimi¬nuta, enjabonada. Una férula de metal en la base del cuello la ayudaba a sostener la cabeza erguida. “Nomás los chicos se dan cuenta de que esto no es un truco. Por eso no los dejan entrar”, le dijo la Flor Azteca. Y la convidó con un mate. Me parece imposible que mi madre haya sido niña alguna vez.

* * *

La flor azteca II

Nada tan simple como reconocer una flor azteca en un sembra¬do de girasoles. El girasol eleva su corola siguiendo al astro rey. A la flor azteca, en cambio, el sol de frente le hace mal a los ojos.

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Flor azteca III

No te preocupes, parece una cabeza de mujer saliendo del jarrón como una flor pero no es, te lo digo yo que trabajo aquí, parecen péta¬los sus cabellos, ese cuello que se dobla como un tallo, pero quedate tranquilo, no es una flor cortada, de las que viven poco: hay un truco, hay un juego de espejos, yo lo he visto, parece jarrón pero es maceta con buena tierra negra, no es solamente una flor sino una planta muy fuerte, muy sana, yo la conozco bien, todos los días le riego las raíces, mírenla cómo sonríe, como habla y se menea, vivirá más que nosotros, sin duda más que yo, que ya soy viejo.

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El pájaro azul

Un hombre persigue al Pájaro de la Felicidad durante meses y años, a través de nueve montañas y nueve ríos, venciendo endriagos y tentaciones, tolerando llagas y desdi¬chas. Antepone la búsqueda del Pájaro a toda otra ambición, necesidad o deseo. El tiempo pasa y pesa sobre sus hombros pero el también el Pájaro envejece, sus plumas se decoloran y ralean. Lo atrapa en un día frío, desgracia¬do. El hombre es anciano y está ham¬briento. El pájaro está flaco pero es carne. Le arranca sus plumas todavía azules con cuidado, lo espeta en el asador y se lo come. Se siente satis¬fecho, breve¬mente feliz.

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La dieta estricta

La dieta estricta, sumamente estricta. Una naranja a la mañana, una gelatina a la tarde, un plato de uvas a la noche. La naranja, frotársela en el pelo, untar la gelatina dietética en la planta de los pies, introducirse las uvas en la oreja, desmenuzar el plato en trozos pequeños, ingerirlo lentamente para que dure más. A partir del tercer día empiezan a crecer las vortlijs en la zona del plexo, se recomienda podarlas en cuaresma.

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Los esquimales

Un grupo de esquimales juega a la pelota golpeando con paletillas de morsa una piel de foca rellena de musgo y arci¬lla. Todos conocen los ciento treinta y dos nombres de la nieve, pero no todos manejan el bate de hueso con la misma habilidad, no todos arponean ballenas con lanzas atadas a vejigas de caribú bien infladas, no todos pueden arrastrar dos focas muertas al mismo tiempo, no todos pueden alzar a un oso por las patas de atrás y revolearlo como si fuera una liebre: algunos sólo saben contar historias. Sin embargo, como cada año hay dos largos meses sin sol, los cazadores comparten con ellos el alimento. No sólo de carne y grasa vive el hombre, sobre todo en la oscuridad.

Fuente: Biblioteca Imaginaria (www.educared.org.ar)