Carlos Marianidis
Carlos Marianidis nació en Buenos Aires. Cursó estudios de violín, teatro y psicología. Autor de poesía, cuento, teatro y novela, ganó —entre otros— tres veces el premio "Ariel Bufano" de la Universidad de Morón, el de Creación Artística de la Universidad de Belgrano, el "Pablo Neruda" de la Embajada de Chile y el "Casa de las Américas" por la novela Nada detiene a las golondrinas.
Pedir un deseo.
En el barrio donde vivo yo pasa algo muy raro.
La que empezó todo (sin darse cuenta) fue Liset. El día del cumpleaños la encontramos en el pelotero. Apenas la vimos, nos colgamos de las redes para asustarla y la perseguimos toda la tarde por unos túneles que tenían muchas curvas con agujeros para salir y caer en tobogán arriba de un millón de pelotitas de colores.
Cuando ya no podíamos más del cansancio, un payaso nos llamó a sentarnos a la mesa larga, la de las botellas y los vasos blancos. Arriba de nosotros, muy, muy arriba, el techo estaba repleto de globos. Liset no dejaba de mirarlos. Después se apagaron las luces y nos asustamos un poco, pero los grandes empezaron a cantar una canción que sabían y el miedo pasó. Enseguida, la cara de mi amiga se iluminó, porque el padre prendió un encendedor y lo acercó a una vela con forma de oso. Y a otra. Y a otra. En total, seis. Recién entonces me di cuenta de que debajo de los osos había una torta enorme de chocolate, alta como una montaña. La sombra de la torta se movía de aquí para allá. Mamá me dijo que para pedir un deseo había que tener los ojos cerrados.
—¿Qué es un deseo? —le pregunté. —
Es algo que te gustaría que te pasara, que se cumpliera, que se hiciera realidad.
Liset infló los cachetes y le quedó la boca de conejito. Sopló las seis velas juntas y cuando todo estuvo oscuro otra vez, el salón se llenó de luz, como si la señora que estaba sacando fotos hubiera usado un flash gigante. De pronto, hubo un trueno y afuera empezó a llover.
Para colmo, del techo salió una música fea, una canción horrible. Algunos nos miramos, pero los grandes la cantaron toda, moviendo las manos y haciendo caras. Dijeron que no, que cómo iba a ser fea si ésa era la música de cuando ellos eran chicos. Igual nos escapamos y jugamos una guerra con los pedazos de torta que encontrábamos en los platos cuando volvíamos del pelotero para tomar algo, pedir pis o limpiarnos la sangre que nos salía de la nariz cada vez que nos acertaban un golpe. Al final, nos divertimos hasta cuando salimos a la vereda, porque seguía lloviendo y nos empujábamos fuera de los paraguas para ver quién se mojaba más.
Esa semana, en la escuela, a Liset y a mí nos empezaron a hacer bromas, porque nos sentábamos juntos y en los recreos compartíamos las galletitas que le daban en la casa y el alfajor mío. En la hora de trabajo manual, a ella le gustaba probar sus sellos de papa en mi guardapolvo y a mí, pegarle flores de plastilina en el pelo. Nuestro color preferido era el violeta.
Cuando llegó mi cumpleaños, pedí un deseo que nunca va a saber nadie. De cualquier manera, no se cumplió, porque los padres de Liset se mudaron a otro país.
Lo que sí se cumplió fue el deseo de ella.
El último día que la vi le pregunté qué pensó antes de apagar las velas. Me dijo que había pedido que bajaran todos los globos que estaban allá arriba, muy alto; que se los quería llevar a la casa. Lo debe haber deseado con mucha fuerza, porque todavía hoy siguen apareciendo. En la calle donde jugábamos. En el cordón de la vereda. En la fuente de la plaza. Y en todos los charcos. Mamá dice que son burbujas. Pero yo sé que son los globitos de Liset, que se caen de a miles cada vez que llueve y me acuerdo de ella.
*o*o*o*o*
Grillo Gómez
Hacía tiempo que Grillo Gómez estaba solo, en medio de su pequeña zanja tocando y tocando —¡crí-crí… crí-crí!— sus canciones, sentado en el mismo junco de siempre.
Vivía muy triste porque era maestro de música y en ese lugar no había a quién enseñarle y, por tanto, se aburría todos los días.
De noche miraba el cielo, buscaba una estrella y jugaba a que ella le cantaba —¡chis-chis… chis-chis!— cada vez que titilaba; entonces él la acompañaba —¡crí-crí… crí-crí!—. Y así, hasta quedarse dormido.
Una madrugada, mientras todo era silencio, una lluvia suave, suave, comenzó a caer. Y cayó tanta, tanta agua durante horas, que la zanja creció como un río. Grillo Gómez se despertó por el frío y descubrió que estaba completamente mojado.
Asustado, se abrazó a su junco, que se agitaba sin cesar. De pronto, sobre el agua, vio encenderse y apagarse un faro amarillo… Trepó hasta la hoja más alta y miró con atención.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Nadando a toda velocidad, dos renacuajos empujaban —uno de cada lado— una hoja seca sobre la cual iba sentada una luciérnaga que cada vez que movía las alas parecía un relámpago.
—¡No se asuste, maestro! —dijo una voz ronca—. Somos los hermanos Rena; más rápidos que un delfín, más fuertes que una ballena.
—¿Y qué llevan ahí? ¿Una lámpara?
—¡Nooooo…! —contestó el otro renacuajo, atando ya el cabo de la hoja al junco—. Es nuestra amiga Lucía; nos conocimos en el viaje; a ella la trajo el viento y a nosotros, el oleaje.
Lucía batió las alas y de su vientre diminuto salió una luz brillante que significaba "Buenas noches".
—Nosotros, atentamente, lo escuchamos día a día desde la zanja de enfrente —agregó el renacuajo.
—¡Gracias! —exclamó Gómez entusiasmado—. ¿Por qué no se quedan hasta que aclare? ¡Es muy peligroso que sigan adelante!
Contentos con la invitación, los visitantes se quedaron.
A la mañana siguiente, el sol asomó su cabezota colorada sobre el horizonte y el agua empezó a bajar. La corriente había dejado sobre la orilla un montón de palillos, una botella gigante de plástico, media nuez vacía y un periódico desteñido.
Los primeros en abrir los ojos fueron los hermanos Rena, que golpearon apenas la hoja para que Lucía se despertara.
Luego, Grillo Gómez bajó de su refugio, a darles los buenos días.
—¡Hola, amigos! ¿Durmieron bien?
—¡Sí, maestro! —contestó, desperezándose, un renacuajo—. Su almohada de junco es muy cómoda.
—Y su zanja es más tranquila que una linterna sin pila —bostezó el otro.
También Lucía dijo algo con su luz, pero como ya era de día, ninguno la pudo ver.
—Bueno, Gómez… Todo está muy lindo, el peligro pasó, pero tenemos que irnos —agradecieron amablemente los renacuajos.
Grillo Gómez, con la mirada triste (porque nuevamente se quedaría solo), les ayudó a desatar la hoja de su junco y antes que partieran les tocó sus más hermosas melodías.
Al terminar, los hermanos Rena palmearon a rabiar el agua con sus colas, manitas y patitas y Lucía abrió las alas como diez veces.
De repente, uno de los renacuajos se llevó la mano al mentón y se quedó pensando un rato.
Después le dijo algo al oído a su hermano y éste a Lucía.
—¿Estarían todos de acuerdo? —preguntó, en tanto que Grillo Gómez, intrigado, enfundaba su instrumento.
—Maestro: ¿qué tiene que hacer aquí?
Gómez, sin levantar la vista, habló melancólicamente.
—Éste es mi lugar… es aquí donde tengo que estar…
—¡Pero si aquí nadie le escucha! —replicó el renacuajo, confundido —. ¿No le gustaría tocar en otras zanjas, conocer otro sendero, que lo aplauda mucha gente y, además, ganar dinero…?
—Y… sí, pero no me puedo ir de aquí… Aparte, no sé si a los demás les gustará lo que toco… si no me dará vergüenza… si…
Entonces, antes de que Grillo Gómez siguiera lamentándose, los hermanos se sumergieron y al rato aparecieron con una nuez partida al medio que habían visto cerca de allí.
—Maestro —se acercó a hablarle casi al oído un renacuajo—, use la imaginación. Lo más bello que hay es poder darles a los demás lo que uno sabe hacer. Estoy seguro de que con la idea que tengo, usted va a ser más feliz que ahora y podrá vivir haciendo su música a toda hora…
¿Y saben cómo termina esta historia?
Todas las noches, los hermanos Rena pasean —uno de cada lado— su cascarón de nuez, como si fuera una góndola. Y dentro de ella, iluminado por el farolillo de Lucía, Grillo Gómez da conciertos y serenatas a los enamorados que quieren salir a navegar.
Y algunas veces, cuando hay luna llena —si uno se fija bien, pero bien—, se puede ver a las parejas de hormigas o de escarabajos, haciendo fila para comprar sus boletos y dar una vuelta en góndola, al romántico compás del ¡crí-crí… crí-crí! de Grillo Gómez.
Y, como dirían los hermanos Rena:
Si quieres cumplir tu sueño,
toca y toca tu canción:
sólo hay que poner empeño
¡y seguir al corazón!
*o*o*o*o*
Macedonio
En la ciudad de Buenos Aires, en una de las cuatro esquinas que forman las calles Viamonte y Libertad, hay un árbol enorme. Un gomero. Su copa es tan frondosa que en el invierno les da abrigo a cientos de gorriones, y en verano, hombres, mujeres, chicos, perros y gatos se sientan en círculo a descansar bajo su sombra.
Como no podía ser de otra manera, para soportar el peso de tantas ramas y hojas, el gomero posee un tronco muy grueso y una poderosa raíz, dividida en miles de "sogas" marrones y verdes que se atan a la tierra una y otra vez, para que el árbol no se tambalee ni con los vientos más fuertes. El tamaño de la raíz entera es tan grande como el de la copa, pero nadie lo nota, porque está (¡qué novedad!) toda debajo del suelo. Apenas una parte sobresale allí, donde se une con el tronco y forma una maraña de nudos y huecos oscuros como pequeñas cavernas. En uno de esos huecos vivía Macedonio.
Macedonio era un mantis, es decir, uno de esos bichitos verdes, largos, flacos, feísimos, de andar lento y misterioso, que al menor ruido parecen juntar sus manos como para rezar.
Pero éste no era un mantis cualquiera. No, señor. Macedonio era músico.
Es cierto: él no sabía nada de pentagramas, ni de fusas ni de corcheas; sin embargo, algo en su alma se transformaba cada vez que escuchaba una melodía que le agradaba. Lo había descubierto aquella mañana en que dos jóvenes se sentaron cerca de su cueva y desenfundaron unos instrumentos que él jamás había visto; algo así como guitarras muy grandes que colocaban entre las piernas y en vez de tocar con una mano, lo hacían pasando sobre las cuerdas un palito de madera.
Gracias a la muchacha —que era la que más hablaba—, Macedonio se enteró de que los que sonaban tan deliciosamente eran violonchelos, que los músicos estaban practicando para un concierto y que la melodía que ensayaban era de un señor llamado Bach.
Hasta ese momento, Macedonio sólo había oído la radio, algún casete, alguna persona que pasaba silbando o tarareando, e ignoraba que una música así pudiera existir; esa vibración que abrazaba todo su cuerpo era algo nuevo que no podía entender. Y lo más maravilloso fue que, por primera vez en su vida, Macedonio supo lo que era llorar: sin saber qué estaba sucediendo. Sintió que dos lágrimas iban empujando hacia afuera desde sus ojos, hasta salir, caer y hacer ¡plop! sobre el polvillo que cubría la entrada a su gruta. ¡Ah, eso era la música! ¡Cómo deseaba aprender a tocar así!
Asombrado, sorprendido, intrigado, Macedonio se acercó a los músicos y se acomodó detrás de un trébol. Desde allí, con sus manos en posición de oración, disfrutó de media hora de la más delicada armonía que hubiera podido imaginar hasta que, finalmente, los jóvenes se pusieron de pie, guardaron con mucho cuidado sus relucientes instrumentos, cruzaron la calle tomados de la mano y entraron en un gigantesco y antiguo edificio.
Esa noche, Macedonio apenas pudo descansar, pensando en todo lo que había ocurrido. Y soñó —entre despierto y dormido— que él daba un concierto de violonchelo ante un numeroso público que lo escuchaba en respetuoso y emocionado silencio.
Al día siguiente, apenas vio que el cielo comenzaba a ponerse anaranjado con el amanecer, trepó unos metros por el tronco del ombú, para ver mejor si aparecía nuevamente la pareja.
—¡Buen día, Mace! ¿Qué estás haciendo por estas alturas? —lo saludó Anita, la langosta, mientras aserraba con la pata un trozo de hoja para el desayuno.
—¿Eh…? ¡Ah, hola, Anita! Me asustaste. Estoy buscando a dos personas que estuvieron aquí ayer, haciendo música.
—¿Los de los guitarrones?
—¡Sí, sí, esos mismos!
—No los conozco. Es la primera vez que los veo.
—Yo no. Yo los veo todos los días —gritó (desde más arriba) Nuria, la araña.
—¿De verdad? —levantó la vista Macedonio, esperanzado.
—Por supuesto. Tocan en el teatro que está aquí enfrente, el Colón. Pero falta mucho para que vengan.
—¿Y cómo sabés a qué hora van a llegar?
—Es fácil. Cuando el resplandor del sol dé en el octavo hilo de mi telaraña, será el momento. Nunca fallan.
Anita invitó a su mesa a los vecinos y, luego de comer algo, los tres se dedicaron un largo rato a mirar el reloj de sol de Nuria.
Por fin, el instante llegó y —tal como la dueña del reloj lo anunciara— los concertistas aparecieron. La araña, la langosta y el mantis, sentados en la misma rama, escucharon la hermosa melodía del día anterior, la cual ya comenzaba a grabarse en los oídos de Macedonio, que tenía excelente memoria.
De ese modo, diariamente, Nuria y Anita —desde las alturas del ombú— fueron testigos de cuánto amaba la música su amigo y, a la vez, cuánto sufría por no poder hacer música él también.
Pasó el tiempo. Y una noche fría, muy tarde, Anita voló frente a la casa de Macedonio y vio a éste dar vueltas y sollozar alrededor de una cáscara de maní con forma de número ocho, para luego alzarla con muchísima dificultad y colocarla entre sus patas, como hacían los músicos con sus violonchelos.
—¡Eh, Mace! ¿Qué estás haciendo?
El mantis, descubierto, soltó enseguida su "instrumento", que cayó y quedó dando vueltas en el suelo, como un trompo.
—No… nada… ¿Qué necesitás?
—¿No tenés alguna maderita que te sobre? Se me está apagando el brasero y no tengo leña seca.
Macedonio miró de reojo la cáscara y contestó amargamente. —Llevate eso… A mí no me sirve.
Anita cargó el maní sobre su espalda y se fue lentamente, preocupada por su vecino.
—¡Gracias, Mace! ¡Sos muy bueno!
A los pocos minutos, en otra parte del árbol, Nuria sintió una vibración sobre su tela: alguien estaba caminando sobre ella.
—¿Quién es?
—¡Soy yo! —dijo Anita en voz baja, para no despertar al vecindario.
—¿Qué ocurre?
—Vine a verte, porque se me ocurrió que le podríamos dar una sorpresa a Mace, para que vuelva a estar alegre como antes.
—¡Uy, pero yo no tengo qué regalarle! —se lamentó la araña. —¡Estás equivocada! Solamente vos me podés ayudar. Acompañame a casa.
Y allí se fueron. Anita entró primero y enseguida salió empujando la media cáscara de maní.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—¿Qué me parece qué? —preguntó a su vez Nuria, sin entender.
—Ah, sí. Me olvidé de algo —se corrigió la langosta y volvió a meterse en su casa para salir esta vez con dos fósforos de madera—. Ahora sí está todo… ¿qué tal?
—¿Qué tal… qué?
—¿Cómo qué? ¡El violonchelo! ¡Le vamos a fabricar un violonchelo a Mace!
Aquí está la caja, el palo grande para sostenerla, el palo chico para tocar…
—¡Sí, qué fácil! ¿Y cómo lo encolamos? ¿Y la cerda para el arco? ¿Y de dónde sacamos las cuerd…?
Y antes de terminar de decir cuerdas, Nuria se dio cuenta de que su amiga había tenido una idea genial.
—¿Ahora entendés por qué sos la única que me puede ayudar? —preguntó Anita, con una sonrisa de antena a antena.
Y esa misma noche, aprovechando que había luna llena y se veía bien, Nuria pegó las partes del violonchelo de la manera como unía la tela en que vivía y, con igual cuidado, hizo cuatro cuerdas reforzadas y las colocó —bien tirantes— a lo largo del instrumento. Mientras, Anita afinaba el fósforo pequeño para armar el arco al que (ya con el sol sobre el horizonte) le soldaron entre las dos un manojo de hilos delgadísimos y plateados. Y antes de que el mantis despertara, ambas dejaron el regalo en la entrada de su cueva, con un ramillete de manzanillas y una tarjeta de alelí.
Después de varios días, los dos concertistas siguen sentándose bajo la sombra del ombú, pero ahora todos los animalitos del árbol bajan apurados a ocupar los huecos libres del tronco y las raíces, porque los violonchelos que ensayan son… ¡tres! . . .
Nota:
Si alguna vez vas al Teatro Colón, fijate en el programa. Al final de la formación de la orquesta estable, en letra chiquita, dice: Violonchelo invitado ……………… Macedonio Rostropovich
(que es su nuevo nombre artístico).
Aunque para todo el vecindario del ombú, él sigue siendo Mace, a secas.
*o*o*o*o*
Las sombras perdidas
Había una vez en Colombia, cerca del río Bogotá, un bosque escondido que tenía árboles de todas las especies.
En el bosque se alzaba una casita blanca, con un altillo. Y en el altillo, todos los días, Gato Crayón y Gata Pinturita se sentaban con sus caballetes, sus telas y pinceles, a pintar paisajes montañosos desde el balcón.
Una mañana se despertaron, se saludaron como siempre, se lavaron las manos, la cara, los dientes y mientras Gata Pinturita preparaba el desayuno, Gato Crayón abrió el ventanal del altillo y vio que estaba todo nublado y hacía frío. Entonces, ambos decidieron quedarse a trabajar adentro.
Él pintó un cuadro de la tetera y sus tacitas y ella, otro de un plato con manzanas y uvas.
Ya estaban lavando los pinceles, cuando escucharon que golpeaban a la puerta. Crayón bajó a abrir y no vio a nadie, así que cerró, pensando que había sido el viento.
—¡Eh, espere, no se vaya! —gritó alguien.
El pintor abrió otra vez, pero afuera no había ni un pajarito.
—¿Quién habló? —preguntó, intrigado.
— ¡Aquí… aquí abajo! ¡Somos nosotras! —contestaron varias voces. —
Crayón bajó los ojos y no pudo creer lo que veía: una multitud de sombras se movía en el suelo, murmurando y pataleando.
Enseguida llegó Pinturita, que al ver a Crayón hablando solo, se acercó a preguntarle si se sentía mal.
—¡No, señora! ¡Está hablando con nosotras! —le indicó una sombra que se movía de un lado a otro.
—¿Y quiénes son ustedes…? —gritó Pinturita, mientras se le paraban todos los pelos de la cabeza.
—Somos las sombras del bosque, señora. Disculpe si los asustamos, pero hace horas que estamos perdidas, porque hoy no salió el sol y no nos acordamos dónde vivimos.
Gato Crayón y Gata Pinturita recobraron la calma e invitaron a las sombras a pasar.
—Todos los días, cuando sale el sol, yo salgo de mi árbol y me estiro, me estiro —contó una sombra de naranjo— hasta que llego a su puerta.
—Sí, yo también —agregó una sombra de eucalipto—, y después voy volviendo de a poquito, hasta que me meto en mi tronco hasta el día siguiente.
—Y como la única casa que conocemos es la de ustedes, vinimos a pedirles ayuda —sollozó una sombra flacucha de sauce.
Crayón, preocupado, encorvó su espalda y se puso a caminar en círculos.
Pinturita, por su parte, se quedó pensativa un largo, largo rato.
Los minutos pasaron… pasaron…
—Bueno… No importa —susurró resignada una sombra de pino—. Ya nos vamos a arreglar de alguna manera. —Y comenzó a irse por debajo de la puerta, seguida por sus compañeras.
Ya estaba saliendo la última sombra, cuando algo maravilloso sucedió.
—¡Esperen! ¡Tengo una idea! —gritó Pinturita, tan contenta, que Crayón se asustó y saltó sobre la chimenea.
A continuación, en tanto que las sombras volvían, ella subió al altillo y bajó con un montón de cuadros. Las sombras la miraron sin entender nada, pero cuando observaron detenidamente las pinturas, todas se abrazaron y bailaron, locas de alegría: allí estaban los paisajes que los pintorcillos habían copiado en sus telas… el sol, las nubes, el río y cada árbol… ¡con su sombra!
—¡Ésa soy yo! —se reconoció una.
—¡Oh, miren hasta dónde llegué aquí! —dijo otra.
—¡Y mírenme a mí, qué bonita me hicieron! —se alegraron todas.
Entonces, Crayón, que había bajado ya de la chimenea, tomó de la mano a Pinturita, ésta tomó de la mano a la sombra de naranjo, que tomó a la del eucalipto, que tomó a la del pino… y así se armó un tren que recorrió el bosque, cantando y riendo.
Y cuando la última sombra fue dejada en su sitio, Gato Crayón y Gata Pinturita volvieron felices a su casa, a seguir pintando.
Desde ese día, cada vez que sale el sol, las sombras se estiran, se estiran, hasta llegar —a veces— al altillo, y se quedan quietas para que las retraten.
Y si ven que la pareja de pintores está descansando, la envuelven en un fresco abrazo, la besan y luego se van silenciosamente, cada una a su árbol, ya seguras de que nunca más se van a perder en el bosque.
Fuente: Revista Imaginaria ( www.imaginaria.com )