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LOS PUERTOS GRISES

Armando Tejada Gómez

Armando Tejada Gómez

Nace en Mendoza, el 21 de abril de 1929, a orillas del zanjón Guaymallén. Hijo de Lucas Tejada, tropero, y de Florencia Gómez, casada a los 14 años. Hijo anteúltimo de 24 hermanos. Canillita, lustrador de zapatos, luego obrero de la construcción. A la muerte de su padre, con cuatro años, vive algunos meses en el campo, con su tía Fidela Pavón, quien le enseña las primeras letras. Es esa la única instrucción que recibió, pero, a los quince años adquiere un Martín Fierro y a partir de allí comienza a leer fervorosamente toda clase de lecturas, instruyéndose por su cuenta. Es entonces cuando comienza a despertarse su inquietud social, participando de jornadas de protesta, luchas obreras y políticas al mismo tiempo que comienza a expresarse a través de su poesía.
El gobierno militar instaurado en 1976 publica un listado de composiciones y autores prohibidos para su difusión en todo el ámbito de la república, donde figura su nombre y algunas de sus canciones más celebres. Declarado persona no grata por el gobierno de facto de la provincia de Santa Fe, es "deportado" a la provincia de Buenos Aires, en medio de la noche, luego de una frustrada actuación en la sala de la Lotería Provincial de dicha ciudad, en un festival a beneficio. Comienza así un largo periodo de oscurecimiento y ostracismo, prohibidas sus representaciones, la publicación de sus libros y la difusión de sus canciones. Sin embargo, la calidad de sus escritos lo hace merecedor de importantes reconocimientos.
Fallece en Buenos Aires, el 3 de noviembre de 1992.

El libro del viento

Mi canción es un libro
que se escribe con el viento
y una imprenta indeleble
-la guitarra del pueblo-,
a lo largo de América
lo imprime a cielo abierto.

Después, de boca en boca,
santo y seña del sueño,
va entre los hombres, cruza
las fronteras del miedo
y nombra al sometido
en su padecimiento.

Las muchachas azules,
los rudos marineros,
el labrador de pámpanos,
el quieto, el andariego,
andan con mi canción
sin posible sosiego.

Mi canción no le teme
al tumulto ni al fuego.
Todos pueden cantarla
y llevársela lejos.
Yo sé que cuando vuelva
tendrá un sonido nuevo.

¿Qué dice mi canción?
De todo en su momento:
asuntos de casados,
asuntos de solteros,
dolores, alegrías;
juglaría del viento.

Y si a veces estalla
en un grito violento
es porque al pueblo acallan
¡y duele ese silencio!
Hay un niño en la calle
A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle.

Le digo amor, me digo, recuerdo que yo andaba
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo
un oscura vergüenza, la historia, el tiempo,
diarios,
porque es cuando recuerdo también las presidencias,
urgentes abogados, conservadores, asco,
cuando subo a la vida juntando la inocencia,
mi niñez triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
transitar sus países de bandidos y tesoros
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil ensayar en la tierra
la alegría y el canto,
de otro modo es absurdo
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Dónde andarán los niños que venían conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados,
porque en este camino de lo hostil ferozmente

cayó el Toto de frente con su poquita sangre,
con sus ropas de fe, su dolor a pedazos
y ahora necesito saber cuáles sonríen
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque sino es inútil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.

Importan dos maneras de concebir el mundo,
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.

Exactamente ahora, si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez, arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.

Cuando uno anda en los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre
que historia les concierne, qué lugar en el mapa,
porque uno Norte adentro y Sur adentro encuentra

la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales
donde el azúcar sube como un junco en el aire,
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en la fábricas,
hay días que uno andando de madrugada encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.

Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto, sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de médico esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son los accionistas de los niños descalzos.

Ellos han olvidado
que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños
que viven en la calle
y multitud de niños
que crecen en la calle.

A esta hora, exactamente,
hay un niño creciendo.

Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie protege esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle...

Oración a la bandera

Quédate en el cielo, amor,
no bajes.
Aquí abajo, los grises
son tan grises
que, de algún modo gris,
van a ultrajarte.

Y sos tan linda allá,
tan nomeolvides,
-simple ademán de madre
por el aire-
que si caes, amor,
con la ternura
conque caen las hojas
de los árboles;
si llegas a caer,
acaso nunca
vuelvas a ser tan cielo
ni tan madre.

Déjanos a nosotros,
los humildes,
los que nunca te usamos
ni abusamos de tu inmenso
silencio planetario,
que cuidemos la altura
donde habitas,
celestemente hermosa,
como el aire.

Déjanos a nosotros.
De los otros,
es piadoso no hablarte.

Trapitos al sol

Qué decoro, doña Clara: ¡el ser pobre pero honrada!

Siempre empinada en su orgullo, la buena de doña Clara,
se desloma trabajando de la noche a la mañana.
de la mañana a la noche de la noche a la mañana.

Pero, pobre, a veces miente, para no mostrar la hilacha.
Suele mentir cuando dice: "En casa no falta nada”.

Piensa que tiene la culpa de ser pobre, doña Clara,
aunque deje hasta el resuello mientras lava que te lava
repitiendo a cuatro vientos: "En casa no falta nada”.

Su chico dejó la escuela, su chica está de mucama,
al alba salen los tres y es como un látigo el alba.

¡Qué clara bondad de pan, la bondad de doña Clara!
Con su piadosa mentira le lava al mundo la infamia
de la mañana a la noche, de la noche a la mañana.

De día se pone oscura, de noche se pone clara,
le falta cinco pa’l peso pero el peso no le alcanza.
¡Qué clara bondad de pan, la bondad de doña Clara!

Canción con todos

Salgo a caminar
por la cintura cósmica del sur,
piso en la región,
mas vegetal del viento y de la luz;
siento al caminar toda la piel de América en mi piel
y anda en mi sangre un río
que libera en mi voz su caudal.Sol de Alto Perú,
rostro, Bolivia, estaño y soledad,
un verde Brasil,
besa mi Chile, cobre y mineral;
subo desde el sur
hacia la entraña América y total,
pura raíz de un grito
destinado a crecer y a estallar.

Todas las voces todas,
todas las manos todas,
toda la sangre puede
ser canción en el viento;
canta conmigo canta,
hermano americano,
libera tu esperanza
con un grito en la voz.

Un grito de ida y vuelta

Es de andar el país que traigo el rostro
azotado de polen, azotado
por un mapa desmedido,
por una enormidad de olvido largo.

Pasan las estaciones como tumbas
mientras los trenes pasan
desvaneciendo ranchos y chilcales
y regiones de arena interminable.
A veces queda en la pupila, ardiendo,
la sal de una mirada
donde la muerte talla en la pobreza
algún niño de trapo,
y aquella vasta soledad que crece
en la geografía del espanto.

Vengo de andar país. No impunemente
tengo un país delante.
Su gaviota a mi puerta. Sus raíces
de guitarra en la sangre.
Por ser nomás, no soy. Soy si me incumbe
entera su distancia.
Ando territorial y amaneciendo
en el velamen de su madrugadas,
protagonista de su luz enorme
como una llamarada.

Por eso cuando vuelvo no me puedo
el silencio que me traigo.
De ver el país por dentro no me caben
los ojos en la cara:
rostros y voces, nombres y apellidos
me acosan preguntando
por el futuro que jamás empieza,
por la reforma agraria,
por las postergaciones y el bochorno
del latifundio rata,
por el sometimiento que nos urden
a espaldas del alba,
por el miedo animal que merodea
con sus brujas gendarmes,
por los niños que crecen casi inermes
entre tanta mentira organizada,
entre décadas de hambre y de desprecio
y discursos y salmos
que no cree ni dios porque ayer mismo
un niño murió de hambre
y en La Rural un toro batió todos
los récords de subasta
y en Inglaterra a Borges lo nombraron
doctor honoris causa.

Por eso cuando vuelvo demolido
de ver a mi país crucificado
estalla en mi guitarra como un grito
el silencio que traigo.

Geografía de la tonada

Desde una desmemoria de volcanes
se me arrojan las manos a palomas,
a pájaros se arrojan, a herederos,
desde una trepidante desmemoria,
con un ritmo quebrado en las mujeres,
en el codo frutal y en el jadeo:
amplias alas polares me sacuden
esta urgencia de silbos y de vértigos.

El son, digo el tambor, la avispa encinta
percutía en el árbol, retumbaba,
le mordía las piernas a la aurora,
a la infinita virgen de la escarcha,
se movía a cantar, a andar sonando
por un ancho rocío de campanas,
por la inmediata carne de la alondra,
que con un trópico sonoro adentro
subía a responder batiendo el alba.

Y la madera supo. Y supo el viento.
Y rechinó una fábula de cañas.
Perfiles a nacer, tímpano el tiempo,
acudieron a fuerza y a mansalva,
porque el sonido al fin, porque la sombra,
sabían del milagro y lo danzaban.
Rondaba el vegetal, crujía el brote
con el sol acoplado a las espaldas,
con duras cuñas de vigor en lo íntimo
y un diluvio de hongos y de malvas.

Desde entonces a mí: la esfera ciega,
la potencial succión, la llamarada,
la cadencia creciendo en locos círculos
sus gigantes de música en mi carne:
tanto como la piedra y siempre el agua
me aturden la guitarra con sus viajes,
emigran sus estrellas por mi boca,
pregonan sus rituales con mis manos.

Cuerpo ya, pentagrama transitable,
cerca del corazón queda la hierba.
Respiraré el aroma y el volumen
porque sin solidez, porque con aire,
porque con carne al viento y con arterias,
porque ya transitado y transitable,
me muero universal como la muerte:
igualitario, libre y nazco unánime,
aledaño a los pájaros, creciendo,
camarada animal subo a la vida
con vítores de sauces y magnolias,
sinfónico y alegre, saludando.

(Pachamama) Fragmento final

Estar. Permanecer.
Vertical.
Estar para el amor, simplemente, creando
el camino del hombre que estamos aguardando.

Me pierdo por los besos,
la canción,
los abrazos:
las brújulas brillantes, universales, blancas.
Llamo desde mis hombros las grandes resonancias
con un vaso de vida
chorreándome las manos.

Nunca más de rodillas,
nunca más a pedazos,
nunca más a la muerte
sin haber respirado.
Nunca más como topos,
nunca más acosados.
El hombre por sí mismo
hasta él mismo lanzado,
hasta su envergadura,
hasta el hombre soñado.
Nunca más a las armas,
nunca más al soldado.
Proyectarse hasta el otro,
hasta el mejor logrado.

Búscate por tu rostro,
lávate con mi canto.

Estoy en la esperanza.

Despertarás conmigo.

Con un pan y una estrella,
alumbrando los siglos.

Fuente: Página oficial Armando Tejada Gómez (www.tejadagomez.com.ar)

Hamlet Lima Quintana

Hamlet Lima Quintana

Hamlet Lima Quintana nació el 15 de setiembre de 1923 en la ciudad de Morón (Provincia de Buenos Aires, República Argentina) y en su obra plasmó los colores, los sabores, las personas, las costumbres de la pampa húmeda. Heredó de su familia la pasión por la poesía y la música: su padre escribía y su madre tocaba el piano. A partir de allí, hizo sus propias armas para consolidarse como uno de los más grandes creadores argentinos. Falleció el 21 de febrero de 2002 a los 78 años, víctima de un cáncer de pulmón.  

Gente

Hay gente que con sólo decir una palabra
enciende la ilusión  y los rosales;
que con sólo sonreír entre  los ojos
nos  invita a viajar por otras zonas,
nos hace recorrer toda la magia.

Hay gente que con sólo dar la mano
rompe la soledad, pone la mesa,
sirve el puchero, coloca las guirnaldas,
que con sólo empuñar una guitarra
hace una sinfonía de entrecasa.

Hay gente que con sólo abrir la boca
llega a todos los límites del alma,
alimenta una flor, inventa sueños,
hace cantar el vino en las tinajas
y se queda después,  como si nada.

Y uno se va de novio con la vida
desterrando una muerte solitaria
pues sabe que a la vuelta de la esquina
hay gente que es así, tan necesaria.
 

A media pierna

Le pusieron un grillo a media pierna,
lo condenaron a vivir a medias,
le escondieron la paz, y la sonrisa,
le pusieron el pan a media rienda…
pero él seguía caminando.

Le vendieron la luna, cada noche,
lo fueron lentamente atornillando,
le tuvieron las manos ocupadas,
le sumaron la pena y las estafas…
pero él seguía caminando.

Le pusieron las piedras por delante,
le taparon la boca, por si acaso,
le abrieron una herida por la espalda,
le sumaron olvido a la condena…
pero él seguía caminando.

De lejos, bien mirado
cuando ya era horizonte,
se asemejaba al viento,
aunque según parece
caminaba potente…
como el Pueblo
 

La mesa 

Él puso los platos y el pan,
los cubiertos y el vino,
sobre la mesa.
Ella puso la comida y un platito
para el gato viejo,
sobre la mesa.
Él puso los vasos limpios
para los hijos,
sobre la mesa.
Ella puso el agua clara,
para los hijos,
sobre la mesa.
Y entre los dos
pusieron la vida
sobre la mesa. 

Conciencia 

La conciencia individual 
llega a la paz en calma. 
La conciencia colectiva, 
cuando toma conciencia, 
produce incontrolables 
terremotos de pájaros. 

Cielo blanco 

No veo el cielo madre, sólo un pañuelo blanco
no sé si aquella noche
yo te estaba pensando
o si un perfil de sombras
me acunaba en sus brazos
pero entré en otra historia 
con el cielo cambiado.

No me duele la carne
que se fue desgarrando
me duele haber perdido 
las alas de mi canto
las posibilidades
de estar en el milagro
y recoger las flores
que caen de tu llanto.

No quiero que me llores,
mírame a tu costado
mi sangre está en la sangre
de un pueblo castigado
mi voz está en las voces
de los "iluminados"
que caminan contigo
por la ronda de Mayo.

No quiero que me llores
ahora que te hablo
mi corazón te crece
cuando extiendes las manos
y acaricias las cosas
que siempre hemos amado:
la libertad y el alma
de todos los hermanos.

No sé si aquella noche
amanecí llorando
o si alguna paloma
se me murió de espanto
la vida
que ha esperado tanto
es el cielo que crece
sobre el pañuelo blanco.

No quiero que me llores,
mírame a tu costado
mi sangre está en la sangre 
de un pueblo castigado
mi voz está en las voces 
de los "iluminados"
que caminan contigo
por la ronda de Mayo. 

Víctor Heredia

Víctor Heredia

Víctor Heredia nació en Buenos Aires en 1947. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A, pero luego se dedicó a su carrera como músico y compositor. Ha recibido innumerables premios y distinciones a lo largo de más de treinta años como artista. Sus canciones están grabadas en la conciencia popular y han servido en muchos casos como estandartes de las luchas populares de los pueblos. Durante la dictadura militar sufrió la persecución personal y familiar, y su obra fue censurada. Fue distinguido en 1996 con el premio Konex de Platino como el mejor compositor de la década. Su actividad, siempre comprometida con lo social, lo llevó a ser miembro fundador del “Llamamiento de los cien para seguir viviendo”, integrante del consejo asesor del “Congreso Pedagógico Nacional”, miembro del consejo de presidencia de la “Asamblea Permanente por los Derechos Humanos”, de la comisión “Los niños primero” de UNICEF, y de la “Fundación para la libre información”.

Todavía cantamos

Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos,
a pesar de los golpes
que asestó en nuestras vidas
el ingenio del odio
desterrando al olvido
a nuestros seres queridos.

Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos;
que nos digan adónde
han escondido las flores
que aromaron las calles
persiguiendo un destino
¿Dónde, dónde se han ido?

Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos;
que nos den la esperanza
de saber que es posible
que el jardín se ilumine
con las risas y el canto
de los que amamos tanto.

Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos;
por un día distinto
sin apremios ni ayuno
sin temor y sin llanto,
porque vuelvan al nido
nuestros seres queridos.

Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos...
.
Aquellos soldaditos de plomo
.
De pequeño yo tenía
un marcado sentimiento armamentista;
tanques de lata, de cromo y níquel
y unos graciosos reservistas de plomo,
a mano pintados, con morriones colorados
que eran toda una delicia para mi mente infantil...
Yo me creía
-como creía en el honor del paso del batallón
dentro de mi habitación-
que era todo un general dirigiendo la batalla,
y el humo de la metralla acunaba mi pasión
por los gloriosos soldados que, sable en mano avanzaban
sobre aquel cruel invasor que atacaba mi nación...
Sangre de entonces, sangre vertida,
toda mi niñez vencida por el tiempo que pasó.
De las banderas, sólo jirones;
de los morriones empenachados,
sólo un recuerdo desmadejado de dolor...
¿Qué nos pasó, cómo ha pasado?
¿Qué traidor nos ha robado la ilusión del corazón?
Creo que quiero cerrar los ojos
para no ver los despojos
de lo que tanto amaba entonces.
Que vuelva a bruñir el bronce,
que se limpien las banderas;
quiero ver filas enteras de soldados desfilando
y todo un pueblo cantando con renovada pasión.
Quiero de nuevo el honor
aunque no existan victorias,
quiero llorar con la gloria de una marcha militar,
y un banderín agitar,
frente a un ejército popular...
.
Míralo de este modo
.
Te acompleja la muchedumbre,
te preocupa lo que dirán;
hay más piedras en el camino
que las que podrías contar,
pero ahora tienes la fuerza
que te ha dado tu propia voz,
somos muchos sobre la tierra,
muchos hombres en pos del sol.

Míralo de este modo:
todos juntos podemos cantar.
Míralo de este modo:
sopla un viento de libertad.
Míralo de este modo:
si te acercas seremos más;
uno más uno siempre
ha sido fácil para sumar.

Tantos años bajo la tierra,
tantos años buscando el sol
que ilumine nuestro destino,
que acaricie nuestra canción.

Pero ahora vamos andando
nuestro canto resistirá;
paso a paso por el camino
la alegría renacerá.
.
Nada sé de la muerte
.
Nada sé de la muerte
me interesa la vida,
aunque a veces me roce
con su mano tendida
la parábola extraña
de una hoja caída.
Son retazos del tiempo
que se empeña en su oficio
de pasar como el viento
susurrando a mi oído
que este día infinito
se desploma marchito.
Y aunque sea un instante
de dolor desmedido
este paso anhelante
por el mundo y su olvido,
pasaré como el toro
con los ojos bravíos.

No conozco otro modo
de ganar lo que es mío.

Porque de esta manera
soy un hombre más vivo,
huelo la primavera
y oigo cantar al río.
Quiero sólo lo nuestro
lo que es justo y debido;
para eso peleo
para eso he nacido.
Quiero sólo lo nuestro
lo que es justo y debido;
para eso peleo,
para eso he nacido.
.
Ahora, imagínalo
.
Como será nuestro futuro
me he preguntado una vez más,
mirando el turbio desayuno
que siempre tomo al despertar.

E imaginé que será hermoso
como un niño al caminar,
como una flor que despereza
su color en libertad.

Imagínalo, imagínalo.

Habrá palabras nunca dichas
y dicha en nuestro corazón,
lejos del mundo la malicia
será un recuerdo sin valor.
No habrá traidor ni traicionados
ni traición que soportar,
el asesino habrá perdido
su razón para matar.

Imagínalo, imagínalo.

Regresarán nuestros amigos
y cantarán alrededor,
y ya no habrá necios castigos
ni quien censure nuestro amor.
No necesito un camino
ni pensar adónde ir,
ya que el futuro que imagino
lo imagino en mi país.

Imagínalo, imagínalo.

Ojos de cielo. 

Si yo miro el fondo de tus ojos tiernos
se me borra el mundo con todo su infierno.
Se me borra el mundo y descubro el cielo
cuando me zambullo en tus ojos tiernos.

Ojos de cielo, ojos de cielo,
no me abandones en pleno vuelo.
Ojos de cielo, ojos de cielo,
toda mi vida por ese sueño.

Ojos de cielo, ojos de cielo...
Ojos de cielo, ojos de cielo...

Si yo me olvidara de lo verdadero,
si yo me alejara de lo más sincero,
tus ojos de cielo me lo recordaran,
si yo me alejara de lo verdadero.

Ojos de cielo, ojos de cielo,
no me abandones en pleno vuelo.
Ojos de cielo, ojos de cielo,
toda mi vida por ese sueño.

Ojos de cielo, ojos de cielo...
Ojos de cielo, ojos de cielo...

Si el sol que me alumbra se apagara un día
y una noche oscura ganara mi vida,
tus ojos de cielo me iluminarían,
tus ojos sinceros, mi camino y guía.

Ojos de cielo, ojos de cielo,
no me abandones en pleno vuelo.
Ojos de cielo, ojos de cielo,
toda mi vida por ese sueño.

Ojos de cielo, ojos de cielo...
Ojos de cielo, ojos de cielo...

Sobreviviendo

Me preguntaron cómo vivía, me preguntaron;
sobreviviendo, dije, sobreviviendo.


Tengo un poema escrito más de mil veces,
en él repito siempre que mientras alguien
proponga muerte sobre esta tierra
y se fabriquen armas para la guerra
yo pisaré estos campos sobreviviendo.


Todos frente al peligro, sobreviviendo,
tristes y errantes hombres sobreviviendo.


Sobreviviendo...sobreviviendo...


Hace tiempo no río como hace tiempo
y eso que yo reía como un jilguero,
tengo cierta memoria que me lastima
y no puedo olvidarme lo de Hiroshima.


Cuánta tragedia sobre esta tierra,
hoy que quiero reírme apenas si puedo,
ya no tengo la risa como un jilguero,
ni la paz de los pinos del mes de enero;
ando por este mundo sobreviviendo.


Sobreviviendo...sobreviviendo


Ya no quiero ser sólo un sobreviviente,
quiero elegir el día para mi muerte.
Tengo la carne joven, roja la sangre,
la dentadura buena y mi esperma urgente,
quiero la vida de mi simiente.


No quiero ver un día manifestando
por la paz en el mundo a los animales,
cómo me reiría ese loco día,
ellos manifestándose por la vida
y nosotros apenas sobreviviendo...


Sobreviviendo...sobreviviendo...  

Informe de situación

Paso a detallar a continuación
el suscinto informe que usted demandó;
duele a mi persona tener que expresar
que aquí no ha quedado casi nada en pie.

Mas no desespere, le quiero aclarar
que –aunque el daño es grave -

bien pudiera ser
que podamos salvar
todo el trigo joven,
si actuamos con fe
y celeridad.


Parece ser que el temporal
trajo también la calamidad
de cierto tipo de langosta,
que come en grande y a nuestra costa
y de punta a punta del país
se han deglutido todo el maíz.


A los manzanos se los ve
cayendo antes de florecer,
se agusanaron los tomates,
y a las verduras, por más que trate,
ya no hay manera de hacerles bien...


Ya no sé qué hacer
ni tengo con quién.


La gente duda en empezar
la tarea dura de cosechar,
lo poco que queda se va a perder
si, como le dije, no ponemos fe
y celeridad.


Y entre los males y los desmanes
hay cierta gente que – ya se sabe -,
saca provecho de la ocasión;
comprando a uno lo que vale dos
y, haciendo abuso de autoridad,
se llevan hasta la integridad.


Suscribo nombre y apellido
y ruego a usted tome partido
para intentar una solución,
que bien podría ser la unión
de los que aún estamos vivos
para torcer nuestro destino...


Saluda a Ud. un servidor.
  

Ana María Shua

Ana María Shua

Ana María Shua nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, el 22 de abril de 1951. Es Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires y trabajó como publicista, periodista y guionista de cine. A los 16 años publicó su primer libro de poemas, El sol y yo. Como escritora se dedicó fundamentalmente a la narrativa y es autora de varios libros de cuentos y novelas, algunas de ellas llevadas al cine (Soy paciente y Los amores de Laurita). También escribió guiones para obras teatrales y es la autora del guión de la película Dónde estás amor de mi vida, que no te puedo encontrar. Ana María Shua es una gran especialista en microrrelatos (o también llamados cuentos brevísimos), que son historias de apenas dos o tres líneas de extensión. Cuatro de sus libros pertenecen al género del cuento brevísimo: La sueñera, Casa de Geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas. Su vasta producción de libros para niños y jóvenes, la convirtió en un importante referente dentro de este género en la Argentina. Varias de sus obras fueron traducidas a otros idiomas y recibieron premios nacionales e internacionales. En 2004 la Fundación Konex distinguió su trayectoria profesional con el Diploma al Mérito en la categoría “Cuento”, galardón que se otorgó a los escritores más destacados en los últimos diez años.

Botánica del caos

Alí Babá

Qué absurda, qué incomprensible me parecía de chica la confusión del hermano de Alí Babá: casi un error técnico, una manifiesta falta de verosimilitud. Encerrado en la cueva de los cuarenta ladrones, ¿cómo era posible que no lograra recordar la fórmula mágica, el simple ábrete-sésamo que le hubiera servido para abrir la puerta, para salvar su vida? Y aquí estoy, tantos años después, en peligro yo misma, tipeando desesperadamente en el tablero de mi computadora, sin recordar la exacta combinación de letras que podría darme acceso a la salvación: ábrete cardamomo, ábrete cente¬no, ábrete maldita semilla de ajonjolí.

* * *

El coleccionista ambicioso

Un hombre ambicioso se propone coleccionarlo todo. Reúne en su casa, convertida en sala de exposiciones, una colección de semillas, otra de objetos encontrados en la calle, otra de agua de la canilla (brotada de diversas canillas, a diversas horas del día). Colecciona pulóveres, pensamientos célebres y banales, boletos de colectivo, hojas de diarios elegidas rigurosamente al azar. Colecciona aguje¬ros, panes, envases de desodorantes vacíos. Cada año se ve obligado a mudarse a una casa más grande y luego cada seis meses. Finalmente comprende que sólo renunciando a toda clasifica¬ción podrá obtener la colección más completa, la colección de colecciones. La exhibe en el mundo entero.

* * *

Aptitud y vocación

Sufrimos también aquellos que por falta de vocación contrariamos una aptitud natural. Los dedos de mis pies, por ejemplo, tienen el mal hábito del geotropismo, y persisten en crecer hacia abajo, adelgazados sus extremos, hundiéndose en la tierra al menor descuido. El peligro de echar raíces me obliga a permanecer siempre en movimiento, a preferir las caminatas o las carreras sobre el asfalto, a evitar por sobre todas las cosas pisar la tierra húmeda, a dormir boca arriba no más de un par de horas seguidas, aún a riesgo de que tanto ajetreo me haga caer las hojas antes de tiempo y malogre mis frutos, ya de por sí escasos y esmirriados.

* * *

El iluso y los incrédulos

Hace calor. En el bar un grupo de hombres miran sin mirar los polvorientos rayos de luz que se filtran a través de la persiana. —Puedo caminar por esos rayos —dice el iluso. Los hombres se ríen y hacen apuestas. El iluso trepa de un salto a uno de los rayos de luz, intenta dar un paso tamba¬lean¬te y cae. Los incrédulos cobran sus apuestas.

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La flor azteca I

Cuando era chica, mi madre conoció a la Flor Azteca, una cabeza de mujer cuyo cuello muy fino cimbreaba en un jarrón. Hacía muecas, guiñaba los ojos, contestaba pregun¬tas y no se consideraba un espectáculo para niños. Sin embargo mi madre no lloró hasta que le explicaron que sólo se trata¬ba de un juego de espejos. Decepcionada pero incré¬dula, alcanzó a esconderse detrás de unas maderas pintadas. A la madrugada, cuando todos los espectadores se habían ido, salió trabajosamente del jarrón una mujer desnu¬da, dimi¬nuta, enjabonada. Una férula de metal en la base del cuello la ayudaba a sostener la cabeza erguida. “Nomás los chicos se dan cuenta de que esto no es un truco. Por eso no los dejan entrar”, le dijo la Flor Azteca. Y la convidó con un mate. Me parece imposible que mi madre haya sido niña alguna vez.

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La flor azteca II

Nada tan simple como reconocer una flor azteca en un sembra¬do de girasoles. El girasol eleva su corola siguiendo al astro rey. A la flor azteca, en cambio, el sol de frente le hace mal a los ojos.

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Flor azteca III

No te preocupes, parece una cabeza de mujer saliendo del jarrón como una flor pero no es, te lo digo yo que trabajo aquí, parecen péta¬los sus cabellos, ese cuello que se dobla como un tallo, pero quedate tranquilo, no es una flor cortada, de las que viven poco: hay un truco, hay un juego de espejos, yo lo he visto, parece jarrón pero es maceta con buena tierra negra, no es solamente una flor sino una planta muy fuerte, muy sana, yo la conozco bien, todos los días le riego las raíces, mírenla cómo sonríe, como habla y se menea, vivirá más que nosotros, sin duda más que yo, que ya soy viejo.

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El pájaro azul

Un hombre persigue al Pájaro de la Felicidad durante meses y años, a través de nueve montañas y nueve ríos, venciendo endriagos y tentaciones, tolerando llagas y desdi¬chas. Antepone la búsqueda del Pájaro a toda otra ambición, necesidad o deseo. El tiempo pasa y pesa sobre sus hombros pero el también el Pájaro envejece, sus plumas se decoloran y ralean. Lo atrapa en un día frío, desgracia¬do. El hombre es anciano y está ham¬briento. El pájaro está flaco pero es carne. Le arranca sus plumas todavía azules con cuidado, lo espeta en el asador y se lo come. Se siente satis¬fecho, breve¬mente feliz.

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La dieta estricta

La dieta estricta, sumamente estricta. Una naranja a la mañana, una gelatina a la tarde, un plato de uvas a la noche. La naranja, frotársela en el pelo, untar la gelatina dietética en la planta de los pies, introducirse las uvas en la oreja, desmenuzar el plato en trozos pequeños, ingerirlo lentamente para que dure más. A partir del tercer día empiezan a crecer las vortlijs en la zona del plexo, se recomienda podarlas en cuaresma.

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Los esquimales

Un grupo de esquimales juega a la pelota golpeando con paletillas de morsa una piel de foca rellena de musgo y arci¬lla. Todos conocen los ciento treinta y dos nombres de la nieve, pero no todos manejan el bate de hueso con la misma habilidad, no todos arponean ballenas con lanzas atadas a vejigas de caribú bien infladas, no todos pueden arrastrar dos focas muertas al mismo tiempo, no todos pueden alzar a un oso por las patas de atrás y revolearlo como si fuera una liebre: algunos sólo saben contar historias. Sin embargo, como cada año hay dos largos meses sin sol, los cazadores comparten con ellos el alimento. No sólo de carne y grasa vive el hombre, sobre todo en la oscuridad.

Fuente: Biblioteca Imaginaria (www.educared.org.ar)

Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

Eduardo Hughes Galeano nació en Montevideo, Uruguay, en 1940. Fue jefe de redacción del semanario Marcha y director del diario Época.
En Buenos Aires fundó y dirigió la revista Crisis. Vivió exiliado en Argentina y España. A principios de 1985, regresó a Uruguay.
Es autor de varios libros, traducidos a más de veinte lenguas y de una profusa obra periodística.

El tejedor

Llevaba poco tiempo en la fabrica, cuando una maquina le mordió la mano. Se le había escapado un hilo. Queriendo atraparlo, Héctor fue atrapado.
No escarmiento. Héctor Rodríguez se paso la vida buscando hilos perdidos, fundando sindicatos, juntando a los dispersos y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo que el miedo destejía. Creciéndose en el castigo, atravesó el tiempo de las listas negras y los años de la cárcel, y atravesó también las derrotas y las traiciones y los desalientos. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo, hasta el fin de sus días.
Éramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico del cementerio. Héctor iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa del Buceo.
Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros del cementerio llegaron trayendo a pulso un féretro sin flores ni dolientes. Y tras ese féretro entraron, en cortejo, algunos de los que estaban esperando a Héctor.
¿Se equivocaron de ataúd? Quien sabe. Era muy de Héctor eso de ofrecer sus amigos al muerto que estaba solo.

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Estimado Señor Futuro

De mi mayor consideración:

Le estoy escribiendo esta carta para pedirle un favor. Usted sabrá disculpar la molestia.
No, no tema, no es que quiera conocerlo. Ha de ser usted un señor muy solicitado, habrá tanta gente que querrá tener el gusto; pero yo no. Cuando alguna gitana me atrapa la mano, para leerme el porvenir, salgo corriendo a la disparada antes de que ella pueda cometer semejante crueldad.
Y sin embargo, usted, misterioso señor, es la promesa que nuestros pasos persiguen queriendo sentido y destino. Y es este mundo, este mundo y no otro mundo, el lugar donde usted nos espera. A mí, y a los muchachos que no creemos en los dioses que nos prometen otras vidas en los lejanísimos hoteles del Más Allá.
Y ahí está el problema, señor Futuro. Nos estamos quedando sin mundo. Los violentos lo patean, como si fuera una pelota. Juegan con él los señores de la guerra, como si fuera una granada de mano; y los voraces lo exprimen, como si fuera un limón. A este paso, me temo, más temprano que tarde el mundo podría no ser más que una piedra muerta girando en el espacio, sin tierra, sin agua, sin aire y sin alma.
De eso se trata, señor Futuro. Yo le pido, nosotros le pedimos, que no se deje desalojar. Para estar, para ser, necesitamos que usted siga estando, que usted siga siendo. Que usted nos ayude a defender su casa, que es la casa del tiempo.
Háganos esa gauchada, por favor. A nosotros y a los otros: a los otros que vendrán después, si tenemos después. Le saluda atentamente.
Un terrestre.

Abelardo Castillo

Abelardo Castillo

Abelardo Castillo nació en San Pedro (Prov. de Buenos Aires) el 27 de marzo de 1935. Comenzó a publicar cuentos hacia 1957. Volvedor ganó un premio en el concurso de la revistas Vea y Lea, en 1959, siendo jurado Borges, Bioy Casares y Peyrou.
Fundó El Grillo de Papel, continuada por El Escarabajo de Oro, una de las revistas literarias de más larga vida (1959-1974) en la época. Dirigió también la revista El ornitorrinco (1977-1987). Algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco.

Las panteras y el templo.

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original. Inútilmente, traté de reescribirla.
Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué.
No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación.
"Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy tarde." Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad.
Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.

Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. En 1914, viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde cursó el bachillerato. Pasó en 1919 a España y allí entró en contacto con el movimiento ultraísta. En 1921, regresó a Buenos Aires y fundó con otros importantes escritores la revista Proa. En 1923, publicó su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. En esa época, se enferma de los ojos, sufre sucesivas operaciones de cataratas y pierde casi por completo la vista en 1955.
Desde su primer libro hasta la publicación de sus Obras Completas (1974), trascurrieron cincuenta años de creación literaria durante los cuales Borges superó su enfermedad escribiendo o dictando libros de poemas, cuentos y ensayos, admirados hoy en todo el mundo. Recibió importantes distinciones y numerosos premios, entre ellos el Cervantes en 1980. Su obra fue traducida a más de veinticinco idiomas.
Borges falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.

Emma Zunz

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz.
Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación.
Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir.
Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.
Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.
Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

Gustavo Adolfo Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla el miércoles 17 de febrero de 1836 El padre, don José Domínguez Bécquer casó con doña Joaquina de la Bastida y Vargas, y de este matrimonio nacieron ocho hijos. La infancia del poeta fue dichosa hasta los cinco años, en que murió su padre. Después, a los once, moriría su madre, mientras el niño estudiaba para marino
En 1861 se casa con Casta Esteban y Navarro. Son años fructíferos en los que el poeta publica la mayoría de sus rimas y leyendas y se hace un nombre, además de poder mantener una familia con hijos. 1868 será un mal año para el poeta. Casta le es infiel y Gustavo se separa de ella quedando los dos hijos a su cargo. El 23 de septiembre de 1870 muere su hermano Valeriano y el poeta no resiste el golpe. Mientras agoniza, pide a un amigo que queme sus cartas («serían mi deshonra»), que publiquen su obra («Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo») y que cuiden de sus niños.
Murió a las diez de la mañana.
En Sevilla había eclipse total de sol.

El Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda.
Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia. Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas! Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión.
Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope.
La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento.
Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho.
Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.
Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.